lunes, 19 de mayo de 2008

Diferenciación entre Maltrato y Castigo


Hacia una Diferenciación entre Maltrato y Castigo


Identificar el maltrato como violencia particular sobre los hijos, supone diferenciarlo del cas­tigo, (con el que en no pocas oportunidades se lo confunde), como relación coactiva, que en la cotidianidad del hogar se encuentra asociada a intenciones educativas, formativas, privilegiado socialmente para instaurar en el niño regulaciones sociales que le permitan hacer lazo social.



El castigo como reparación, se inscribe en una serie de arreglos normativos, de ideales socia­les, de creencias que desde los principios éticos y morales de una cultura regulan el empuje a la propia satisfacción de los impulsos sexuales y agresivos, como tendencias connaturales que po­nen en grave peligro de disolución la vida social. Desde esta concepción, el castigo es vio­len­cia simbólica, en tanto hace obstáculo a la repetición de actos que sin los límites impuestos, pre­cipitarían al niño y más tarde al adulto a la consecución de un goce inútil, que en su des­plie­gue arrasaría a otros y al propio sujeto.



Si el castigo en su ejercicio se aparta de la crueldad, del sadismo, de la venganza, y se soporta en el sentimiento amoroso, tendrá un efecto protector para el niño. Le permitirá aceptar las re­nun­cias que el Otro le impone, el rebajamiento de su omnipotencia, es decir, asumir la castración.



Ahora bien, aunque la ley aplicada por los adultos está siempre referenciada en lo simbólico, hay en cada caso una forma particular de entenderla y de ejercerla. La subjetividad del agresor entra aquí en juego. El niño/a como íntimo, tiene la calidad de objeto interno, es decir, cifra para el padre o la madre atributos, defectos, deseos, aspiraciones, construidos a través de la historia vivida. Además, en la dimensión y agravantes que se atribuyen a la falta, en los juicios imaginarios de intención, en la presunción de sus efectos, la exploración clínica permite reconocer repeticiones o formaciones reactivas de experiencias vividas por el agresor con aquellos que forman parte de su historia, y que proveen un modo singular a la definición de la ofensa y de la reparación. Desde ese registro imaginario el castigador coloca en los pensamientos, en los actos del hijo/a significaciones, que tal como lo registra la clínica del maltrato, en muchos casos el niño genera sin querer, y sin saber. Por ello dos madres o dos padres no castigan igual. Los excesos, la intensidad y las estrategias castigantes, remiten a algo que está más allá de la memoria consciente, o de la causa forjada como justificación.



1Es pertinente sin embargo preguntarse, ¿por qué el sujeto acepta la prohibición, acepta la renuncia para identificarse con la ley del padre, como interdictor de su deseo? El amor, defiende al niño del abandono, del desamparo vital, que dada su indefensión, su inacabamiento, lo colocaría en el límite de la desaparición. El lenguaje, el desvalimiento del niño y su dependencia de los otros, sostienen la inscripción del niño en la ley. Su “desamparo originario”, tal como lo nombra Freud, funda en el niño el miedo a perder el amor del otro, sin el cual su existencia se torna imposible. De otro lado, identificarse con el Otro, lo preserva del odio, evitando de esta manera exponerse como objeto de daño.


Lo malo como valoración que viene del Otro, es “originalmente aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor.” Por el sometimiento a la ley, el sujeto no sólo gana el amor de los padres, sino que suprime en ellos y en los otros la amenaza de su destrucción. Estos dos sentimientos son los que se encuentran reunidos en los que Freud llama la “angustia social”, como instancia que representa a través de los otros, la ley paterna, y que se reactualiza cada vez que el niño y más tarde el adulto, acepta o transgrede la ley.

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